Marina tenía 34 años, un buen sueldo y una rutina que cualquier persona consideraría estable. Trabajaba como administrativa en una empresa multinacional, con un horario fijo, beneficios sociales y una oficina con vistas a la ciudad. Pero cada mañana, al levantarse, sentía una presión en el pecho. Su vida no le emocionaba.
Desde pequeña, Marina soñaba con crear cosas con sus manos. Le encantaban los colores, los tejidos, los materiales naturales. En sus ratos libres tejía, pintaba y diseñaba objetos artesanales, pero siempre lo había visto como un hobby, algo para desconectar de la rutina. Sin embargo, ese hobby era lo único que realmente la hacía feliz.
Un día, tras un ataque de ansiedad en medio de una reunión, lo entendió todo: no podía seguir ignorando su corazón. Necesitaba hacer un cambio. No radical, no impulsivo, pero sí real. Empezó por vender algunas de sus creaciones online, mientras ahorraba y aprendía sobre emprendimiento. Durante un año, planificó su salida con cuidado, hasta que renunció a su trabajo y se mudó a un pequeño pueblo en la montaña donde veraneaba de niña.
Allí abrió una pequeña tienda de artesanía local, donde vende lo que crea con sus propias manos: bolsos de cuero, velas, piezas de cerámica y decoración hecha con materiales reciclados. El negocio es modesto. Gana menos dinero que antes, sí, pero cada día se siente viva. Despierta sin alarma, camina descalza por su taller, charla con los vecinos y trabaja rodeada de naturaleza.
Marina cambió dinero por libertad. Cambió el ruido por el silencio. Y lo más importante: cambió una vida que la apagaba por una que la hace sonreír todos los días.
